Cómo resucitar a un decapitado, estilo 1880


Año 1880. Tres horas después de su decapitación, la cabeza del asesino Monesclou despertó gracias a una transfusión de sangre de perro. Su piel recuperó la color, se afirmaron los rasgos, se crisparon las cejas y comenzó a balbucear. Concluyó el doctor Dassy de Ligniére: “Esta cabeza, separada del cuerpo, ha oído las voces de la muchedumbre. El decapitado se siente caer en la cesta. Ve la guillotina y la luz del día”. En 1905, intrigadísimo, Beaurieux fue más allá con la cabeza recién cercenada de Languille, que al quedar erguida taponó la hemorragia. Contrayendo párpados y labios, Baurieux le llamó: “¡Languille!”. Los ojos del decapitado se abrieron, giraron confusos, repararon en el doctor y le observó expectante. “Era indudable que esos ojos estaban vivos y me examinaban”, afirmó el médico. Al insistir, el muerto le lanzó una mirada asesina, visiblemente molesto. Luego los ojos se quedaron helados. El abogado e ingeniero Chet Fleming acabó por patentar un sistema de procesado sanguíneo con el que hacer penetrar el líquido en cabezas de animales, a fin de conservarlas con vida; el bueno de Chet te resucitaba monos decapitados durante 36 horas. Vamos, eso decía. Por su parte un sobrino de Galvani, el profesor Alkini, prefirió servirse de la electricidad con el asesino inglés George Foster (1803): instalado el alambrado en su cuerpo (con una pila de 120 placas de zinc y otras tantas de cobre en la boca y el oído) la primera descarga le hizo rechinar y abrir un ojo; es segundo, más fuerte, consiguió que cerrase la mano derecha y agitase las piernas. Y el bedel que presenciaba el experimento, cuentan las crónicas, se murió del susto. No respondió al tratamiento.

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