La piel (releyendo al bueno de Curzio)

las lágrimas son el chewing-gum del pueblo napolitano (Jimmy)

Sería una estupidez decir que he dado una segunda oportunidad a Malaparte. Es Malaparte quien me la da a mi, naturalmente, una década después de mi primera lectura de La piel, el libro que en díptico con Kaputt le consagró como cronista del desafuero. ¿Y qué puedo decir? Curzio Malaparte (1898-1957) está envejeciendo mucho mejor que yo; sigue tan pasado de rosca como lo recordaba, tan fabulador y narcisista, sino más. Escribe como si estuviera a punto de dar o recibir un crochet, incluso en sus pomposas descripciones (y mira que le gusta un paisaje interior/exterior a Curzio), y te cuesta decidir si es un cretino o un maldito genio, cuando en realidad nadie te obliga a elegir.
Malaparte pasó del fascismo a la extrema izquierda como si tal cosa; de la crónica de guerra al teatro del absurdo, con idéntica temeridad; inevitable ser criticado por todos, y releerlo casi sintiéndote culpable. Pero cómo resistirse a su versión de la Segunda Guerra Mundial: diplomáticos cenándose a los peces del Acuarium de Napoles, el sabor de la mermelada de perro, niños revendiendo soldados americanos negros por horas, el rio Elba repleto de nadadores impregnados en fósforo que se niegan a salir por temor a convertirse en antorchas humanas... Y por encima de toda esta pirotecnia, que aún retumbaba en mi interior tantos años después, releyendo a Malaparte descubro a un inconformista nato, un tipo absolutamente libre y por ello de muy poco fiar en los tiempos que corren. Aún no lo tengo claro, así que tendré que encolar mi amarillento y desastrado ejemplar de Ediciones Reno (maravillosamente traducido, por cierto) y aplazarlo para una tercera lectura dentro de otra década. Os mantendré informados.

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