El impostor (Bart Layton, 2012). Jugando a Black Stories


Black stories es un juego de mesa donde se narra primero el rocambolesco desenlace de una historia, para a continuación reconstruirla a base de preguntas. The imposter también muestra una sucesión de hechos desde varios ángulos, pero sin que apenas interfieran unos con otros, ni faciliten un desenlace mínimamente satisfactorio.
Su protagonista es, creo que de eso no cabe ninguna duda, un pedazo de cabrón. Se jacta de haber suplantado a un niño de San Antonio, Texas, cuatro años después de denunciarse su desaparición; y de cómo la familia le acogió sin dudas pese a que ni por físico, ni por edad, ni por sentido común, debiera haberlo hecho.
Es un planteamiento inverso a El intercambio de Clint Eastwood, tanto en caso real que lo inspira (allí era la madre quien rechazó al supuesto hijo tras un rapto, y nadie la apoyó), como en su resolución fílmica: El impostor trasgrede de forma consciente las reglas del cine documental -un género en boga, pero frágil- sabiendo que, aunque la realidad puede superar a la ficción, siempre es posible que la ficción supere, de nuevo, a la realidad.
Deliberadamente telefílmica, y a ratos menos intrigante de lo que pretende, la cinta consigue como mínimo jugar al cazador cazado con el protagonista, con nosotros y con la película misma. Dicho de otro modo: sacaremos nuestra propias conclusiones porque el suplantador (un tal Frédéric Bourdin que parece estar pasándoselo en grande) se deja manipular por la película, y cerrado el círculo, la mecánica perversa de El impostor podría seguir funcionando hasta el infinito. Eso sí que es un crimen perfecto.

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