Infravalorar el lenguaje primitivo de una película documental como la que nos ocupa, montada por Walter Ruttmann en 1927 para promocionar la nueva Alemania, es como despreciar la música clásica por antigua. Muda, pero ensordecedora; sin colores, y pese a ello, vibrante; Sinfonía de una ciudad se erige en un prodigio de lenguaje, ritmo y fotografía.
Segmentada por temáticas que van de la industria al ocio nocturno, la obra de Ruttmann se ha ido revalorizando -aparte de por su innegable valor cinematográfico- gracias al paisaje humano que captura. El Berlín de entre guerras era la capital de lo nuevo, lo automático y lo veloz, contagiando al mediometraje de su ritmo electrizante.
Berlín antes del fin, Berlín fascinada consigo misma. Comían, bebían, se casaban y se daban en casamiento, hasta que vino el diluvio y los destruyó a todos. El mismo lugar sería, pocos años después, un páramo; sus industriosos personajes, espectros; y Sinfonía de una ciudad conservada, casi, como fragmentos de un sueño.
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